La conciencia que abrió los ojos

Este artículo es reproducido por CienciaPR con permiso de la fuente original.

PDF versionPDF version
NANNY TORRES / ntorres1@elnuevodia.com endi.com La primera vez que la ginecóloga obstetra Carmen Zorrilla vio a una mujer con sida en la sala de partos del Hospital Universitario estaba embarazada de su hija Carmen Beatriz y tuvo miedo de contagiarse. “Lo primero que me dije fue: 'A este cuarto de aislamiento no me voy a acercar'”, recuerda. Meses después, visitó el Hospital Pediátrico y se encontró con una bebé pequeñita, infectada de sida, que apenas medía doce pulgadas. Estaba acurrucadita en una cuna y a su lado yacía una Biblia abierta y un peluche. Tan pronto la doctora vio la identificación de la bebé se dio cuenta que era la hija de aquella mujer que, por temor, ella evitó atender. La mujer era usuaria de drogas y una vez tuvo su bebé, la dejó abandonada en el mismo hospital. “Era un cuadro que al verlo, no dejabas de llorar”, dice. Esos dos incidentes encadenados, su rechazo a la paciente y el reconocimiento de la desvalida criatura, marcaron el inicio de una vida consagrada a la investigación del VIH/sida y al cuidado hasta hoy de más de 1,800 mujeres infectadas con el letal virus. Era el año 1986 y poco se conocía del mal, no había medicamentos ni tratamientos para combatirlo. Aquellas experiencias la llevaron a cuestionarse su sentido de responsabilidad como médico. Conocer que existía una enfermedad que se podía diagnosticar y que nadie lo estaba haciendo provocó su interés en evaluar pacientes. Al empezar a revisar literatura entendió que no se contagiaría si tomaba las medidas adecuadas y cambió su percepción sobre el sida. Tras tomar conocimiento de que los casos de sida en mujeres embarazadas aumentaban vertiginosamente en el área metropolitana, la doctora Zorrilla no dudó en emprender una misión de investigación y realización de pruebas que convirtieron el Hospital Universitario en una clínica para mujeres embarazadas que viven con VIH. Pero no todo fue miel sobre hojuelas. Una vez daban a luz y se les daba de alta a estas mujeres, los especialistas no las querían atender, aunque, esto no fue un obstáculo infranqueable para la obstetra, quien las siguió atendiendo. Así surgió la Clínica de Ginecología Especial. La misma doctora Zorrilla también fue objeto del discrimen de sus colegas. Cuando empezó a trabajar con pacientes VIH era común que recibiera comentarios tales como: “Cuídate de trabajar con esta población”. O “se te va a caer tu práctica privada”. O “nunca te vas a ganar el Nobel”. Ya en la década del 90 manejaba una clínica de investigación y para mantener el anonimato de sus pacientes las veía en diferentes sitios. En ocasiones en una clínica del Centro Médico y en otras en el quinto piso del Recinto de Ciencias Médicas, donde se encontraba la clínica de oftalmología. Pero el prejuicio seguía mostrando su cara más fea. En cierta ocasión un colega buscó al guardia de seguridad para que desalojara a las pacientes de la sala de espera. Supo, incluso que se hizo una reunión de facultad para exigir que ella no viera a sus pacientes en esa área. Eso no la amilanó. Escribió una carta extensa al decano de la Escuela de Medicina defendiendo a sus pacientes. Y prevaleció. “Los profesionales de la salud tenemos los mismos prejuicios de la sociedad. Sin embargo, tenemos la responsabilidad de aprender para no dar un mal ejemplo. Muchos de ellos aprendieron”, abunda la doctora, egresada de la Escuela de Medicina de la UPR y catedrática allí desde 1998. Para ella “la salud es un balance de mente, cuerpo y espíritu”. Por ello mantiene un régimen alimentario que no incluye carnes, además de ejercicios y meditaciones diarias. Tampoco fuma. Por eso nunca entendió cómo hace cinco años el cáncer tocó su cuerpo. “No me gusta decir que soy sobreviviente de cáncer de seno. Lo tuve unos meses, pero tan pronto me lo sacaron, dejé de tenerlo”, asegura Carmen, quien decidió, tras vencer la enfermedad, cambiar su actitud hacia la vida. Se recetó diversión y coquetería y así nació la nueva Carmen. Empezó a usar ropa más sexy, de colores vivos, maquillaje, prendas y se dejó el pelo largo. Se matriculó en clases de salsa y hoy día es toda una bailarina que se roba el show cuando viaja a alguna conferencia. Aparte de su sensibilidad médica, la doctora Zorrilla se define como una fanática del servicio público, visión que lleva en su código genético. Su padre, Frank Zorrilla, fue el miembro más joven del gabinete de Luis Muñoz Marín, como secretario del Trabajo, al igual que su hermano, también Frank de nombre. Firme creyente en la revelación del diagnóstico, proclama que es divorciada, que devora los libros de Paulo Coehlo, que le fascina preparar paellas en su tiempo libre y que le encantaría disponer de más tiempo libre, “¡para bailar salsa!”. Cuando piensa en su futuro, le preocupa más que nada el pase de batón a las jóvenes generaciones de investigadores. Que mantengan el compromiso, la dedicación y el empeño que son las mejores medicinas para enfrentar la adversidad.