“A mí me enseñaron que la salud es el paciente”

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Benjamín Torres Gotay
A la doctora Román le incomoda hablar de la medicina en términos económicos. (Teresa Canino)

A fines de octubre de 1949, el Caronia, uno de los transatlánticos más populares de la época, atracaba en el norte de Francia, procedente de Nueva York. El exuberante otoño francés estaba en pleno apogeo cuando casi 700 pasajeros comenzaron a descender de la embarcación.

Entre el gentío venía una joven menudita y de oscura piel, que tres días antes estaba en su casa en el barrio Sabana Llana de Río Piedras sin saber qué hacer con su vida. Tenía 18 años. Pero su estatura de menos de cinco pies, las trenzas, las medias hasta los tobillos y la mirada estupefacta, le hacían parecer una niña asustada.

“Estaba loca y sin sentido. Desorientada totalmente”, dice, sobre aquel momento, Ana Judith Román, la entonces joven riopedrense que comenzó de tan abrupta forma la ruta que la llevó a convertirse pocos años después en la primera neuróloga en Puerto Rico, a lo que siguió una exitosa carrera en la medicina y en la cátedra. Cosa que sigue haciendo hoy, 67 años después de aquel día.

Desde los años 50, la doctora Román ejerce la neurología en su consultorio privado y da clases en la Universidad de Puerto Rico (UPR). Ha dirigido departamentos médicos, fue socia fundadora de la Asociación de Parkinson, perteneció al Tribunal Examinador de Médicos y ha fungido como perito en tribunales.

La doctora Román continúa con la práctica de la neurología y dando clases. Coqueta aún, no quiso revelar su edad. Pero el lector puede hacer como este periodista, que la determinó dejándose llevar por las fechas claves de los eventos en su vida. La ventaja para el lector es que no tiene de frente a la doctora advirtiéndole: “Tú estás sumando y restando. Te estoy velando”.

Todo empezó en el barrio Sabana Llana de Río Piedras, donde la doctora Román nació y se crió junto a su madre, María García, una maestra de escuela elemental, y su padre, Julián Román, un camionero que solo tenía octavo grado de escuela, y dos hermanas menores. 

Por no dejarla en su casa, su mamá se la llevaba de oyente a su clase de primer grado.  Y ahí surgió la primera señal de que era una niña especial.

Tenía cuatro añitos. Fue matriculada en segundo grado. Poco después fue saltada a cuarto. Y así siguió saltando grados como Javier Culson vallas hasta que a los 14 años estaba estudiando ciencias naturales en la UPR y decidiendo qué hacer con su vida al graduarse a los 18 años.

Poco antes de graduarse, pasó algo que le dejó una huella bien profunda y la convenció de que debía estudiar medicina: su papá sufrió un fallo congestivo severo que casi lo mata. Fue la primera evidencia que tuvieron en su familia de que estaba enfermo del corazón. “Esa es una impresión bien fea, tú viendo a tu papá ahogarse, que no puede vivir. Estuvo hospitalizado. De esa, siguió bien enfermo. Yo dije ahí ‘yo voy a estudiar medicina, yo quiero ayudar a mi papá’”, recuerda Ana Judith.

Estados Unidos o México

Cuando terminó el bachillerato en 1949, aquí no había escuelas de medicina. Hizo lo que hacían los aspirantes a médicos entonces: solicitar a universidades de Estados Unidos. Por recomendación de la UPR, solicitó a dos de las universidades que en la época de segregación racial admitían negros: Meharry Medical College, en Tenesí, y Howard University, en Washington.

Ninguna de las dos la aceptó. Le dijeron que estaba muy joven y le recomendaron tomar cursos posgraduados para adquirir “un poco de madurez”. Se decidió por el “Plan B” más común de la época: intentar en México.

En aquel tiempo, sin embargo, un primo de su papá, que como coronel del Ejército había estado en Francia durante la Segunda Guerra Mundial, le recomendó que solicitara en ese país. Sus papás lo secundaron.

“Yo hice los papeles. Había que obedecer a los papás. Era la época en que tú ante los papás no te atrevías ni a pestañear. Pero cuando mi primo se fue yo metí los papeles en una gaveta. Yo dije: ‘Pa’ allá yo no voy ni a cantazos. Yo me voy a México, que es mi idioma’”, cuenta Ana Judith.

Así pues, iba haciéndose la loca con lo de Francia hasta que, poco después, otro evento la obligó a confrontarse de nuevo con esa opción.

Sus hermanas tomaban clases en la Escuela Libre de Música de San Juan. Allí, una de sus profesoras era Carmelina Figueroa, miembro de la legendaria familia de músicos clásicos de San Juan, quien había estudiado en Francia. Figueroa se enteró de que Ana Judith se debatía entre Francia y México y la mandó a llamar.

Ana Judith se pone de pie para contar, con todo y gestos, el encuentro con Figueroa: “Ella se paró frente a mí y me dijo: ‘Mira, ¿cómo a ti se te ocurre despreciar la cultura europea por la mexicana y la americana? Muchachita de Dios, ¿en qué tú estás pensando? ¿Cómo va a ser?’ Me manoteaba en la cara. Yo me quedé de una sola pieza. Yo no conocía a esa mujer. Ella me decía: ‘¿Tú sabes lo que es ver bailar a Alicia Markova y a Rudolf Nureyev en la Ópera de París? ¿Tú sabes lo que es oír a José Iturbi en concierto? ¿Tú sabes lo que es la ópera y ver obras de Víctor Hugo y de Goethe?’ Muchacho, me estaba hablando en chino. ¿Qué sabía uno aquí en Puerto Rico que había una Alicia Markova y que había un Rudolf Nureyev y que Víctor Hugo? Menos de Goethe, el alemán. Ay bendito, Dios”.

“Eso fue un lunes y el jueves ya yo estaba ‘trepa’ en un avión hacia Nueva York”, dice la doctora, que de Nueva York partió en barco a Francia.

Pero antes de irse, en el aeropuerto de San Juan, la madre se separó un momento de su padre y se le acercó para decirle un par de palabras que estuvieron retumbando en su mente por años: “Mi mamá me dijo: ‘Te voy a decir una cosa: nosotros somos muy pobres. Yo no quiero llantenes. Tú te vas y no regresas hasta que seas doctora. Yo no tengo dinero para traerte a ti ni en vacaciones, ni en verano ni en nada. Así que tú regresas cuando acabes’”.

Esas palabras no le salieron de la cabeza durante todo el vuelo a Nueva York, la travesía por mar a Francia ni los seis años que pasó allá sin volver hasta su quinto año y solo porque una familia amiga le pagó el pasaje. “Yo pensé: ‘Mi mamá no me quiere’”, cuenta.

Una vez en Francia, tomó un tren hacia París (“no me preguntes cómo lo hice, porque yo no sé cómo yo me trepé en un tren para llegar a París”), que entonces apenas se levantaba de las ruinas de la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial y volvía a vibrar como la ciudad luz que ha sido por siglos.

Una jíbara en París

París era un remolino de vida, arte, bohemia y libertinaje que dejó aturdida a la jibarita de Sabana Llana que llegó con una maletita con un par de abrigos y trajecitos hechos a la medida y para que, sin serlo, parecieran caros. Fue recibida por un grupo de puertorriqueños que estudiaba allá. Los compatriotas le dieron un veloz curso de supervivencia, que incluyó la advertencia de que ejerciera precauciones particulares en torno a hombres, porque su tipo de piel morena “gustaba mucho allí”.

“En esa época, en Francia era vivir la vida, vivir el momento. Pues sencillamente había que gozar la vida como si fuera el último día”, cuenta, sobre el ambiente que encontró. Durante su primer fin de semana en París, los puertorriqueños le hicieron “el bautismo” de llevarla por diferentes bares para que se expusiera al estilo de seducción del hombre francés y aprendiera a defenderse. “Imagínate, yo no había tenido ni novio en mi vida”, relata Ana Judith.

Agrega que ese primer fin de semana en París “me llevaron a un bar donde por primera vez vi shows al desnudo, qué sé yo, yo en mi vida había visto eso”. En esos días, dice, “me tiraron a la arena para que yo me defendiera”, pero concluido el fin de semana, vino un mensaje rotundo: “Mira, nena, aquí no tenemos tiempo para cuidarte, aquí te tienes que cuidar tú misma”.

Vino entonces la parte de verdad difícil.

Ana Judith se matriculó en la Universidad de París, pero durante el primer semestre apenas entendía palabra de las clases. Tenía un curso básico de francés de la UPR, el cual era del todo insuficiente para entender a un profesor que hablaba sin interrupciones en un anfiteatro en el que había por lo menos 300 estudiantes.

“No entendía ni jota”, recuerda.

No le fue bien en ese primer año. Ana Judith se mudó a la Universidad de Montpelier en el sur de Francia y, tras seis meses de clases en la Alianza Francesa y dominar el idioma, la riopedrense comenzó a tomar vuelo.

Pero antes de despegar, hubo un contratiempo que la sacudió hondamente. Estando ya en Montpelier, recibió la noticia del fallecimiento de su padre. Se enteró por una carta “vulgar y corriente” que le envió su madre y que le llegó seis días después del sepelio.

“Con lo que costaba traerme para el entierro yo podía vivir un año en Francia”, relata.

La muerte de su padre le complicó la situación económica. Su madre consiguió que la Legislatura le asignara una beca de $800 anuales. Eso le obligaba a vivir con cerca de $70 mensuales, de los cuales $40 eran para carbón para la calefacción de su apartamento.

Los otros $30 tenía que rendirlos durante el mes. “Mi desayuno era una cáscara de china, que la hervía y me la comía con galletas ciento en boca, que las contaba, para que me dieran para todo el mes. A mediodía gastaba una peseta en el restaurante de los estudiantes. Y mi cena era un pedazo de pan, con dos hojas de lechuga, dos sardinas y un vaso de leche”, relata. “Eso mi madre nunca lo supo”, agrega.

La tremenda estrechez económica no le afectó en nada su desempeño académico. Por el contrario, la motivó. “Para poder dominar todas las materias y después el examen oral en francés, como si estuvieras dando una conferencia, yo sencillamente no tenía amistad con nadie. Ya yo había dominado el estómago. Yo sabía que no tenía chavos. Eso era pan comido. Judith Román cogió velocidad”, dice la doctora.

“En Francia, el que no aprueba por un año y pico se tiene que ir de toda Francia, porque no te admiten en ninguna otra universidad. Tenía presión de chavos, tenía que aprobar a como dé lugar y de la única forma que estás seguro que vas a aprobar es estudiando”, afirma.

A partir de su tercer año, fue el segundo mejor promedio en toda su clase. “No tenía amistad con nadie. A los puertorriqueños los veía si acaso una vez en semana”, relata Ana Judith.

En 1955, Ana Judith regresó a Puerto Rico, ya doctora en medicina general. Había triunfado en un entorno sumamente difícil y sentía que podía con el mundo. “Si triunfé allá, muchacho, yo me reía de los peces de colores”, cuenta.

 Fue asignada a hacer su internado en el entonces Hospital de Distrito de Fajardo.  En dos años, fue nombrada, en un interinato que duró un par de años, jefa del Departamento de Medicina del Regional de Fajardo. Era apenas una interna. Era la única mujer de la facultad. Era negra. Y, además, tenía solo 26 años.

“No fui tan mala. Tuve que haber hecho un buen trabajo cuando se confió en mí”, dice Ana Judith, que a ratos parece plenamente consciente de sus talentos, pero en otras se ve hasta sorprendida de los logros que ha tenido.

Ana Judith hizo su especialidad en neurología porque en el momento en que le tocó escoger solo había un neurólogo en Puerto Rico, el doctor Luis Sánchez Longo. “La neurología estaba empezando”, dice la doctora, quien indica que siempre quiso tomar caminos que nadie de su perfil hubiera tomado antes.

Su decisión la convirtió en la primera mujer neuróloga en Puerto Rico, lo que llamó la atención donde ella menos se lo imaginaba: la Universidad de Harvard le ofreció una beca para hacer una subespecialidad en neurofisiología clínica.

“¿Cómo ellos supieron que Judith Román existía? ¡Sabe Dios!”, cuenta Ana Judith.

Al principio, se negó. Tenía esposo y dos hijos pequeños a los que no quería dejar. Pero sus superiores aquí le convencieron de que era una oportunidad que no podía dejar pasar. “El decano me dijo: ‘Aquí en Puerto Rico no hay un médico que pueda decir que lo invitaron a  Harvard con una beca’. También me dijo que no se podía perder esa oportunidad porque a lo mejor les abría las puertas a otros”, relata Ana Judith.

Así, pues, “dejé marido, dejé muchachos y me fui para allá”.

Reconocida en Harvard

Fue asignada al Massachusetts General Hospital. Llegó con el deseo de cumplir con sus responsabilidades a la brevedad posible, con la intención de estar de regreso en Puerto Rico en un año. Pero apenas llegada, el jefe le dijo: “Usted se va de aquí cuando yo crea que está preparada, porque lo de nosotros es preparar gente prominente para el mundo entero”.

Al concluir el año, Ana Judith fue escogida como la mejor becaria del programa. Su premio fue irse a estudiar con los más eminentes especialistas de la época en Inglaterra, Francia, Bélgica, Alemania, Austria y España, un mes en cada país. “Yo me dije, ‘no, no, no, no puede ser’, porque yo en inglés patinaba un poquito, tú sabes”, recuerda.

Al crecer en Puerto Rico, ni cuando estuvo en Francia, Ana Judith supo lo que era discrimen racial.  Pero en Massachusetts era diferente. Estamos hablando de los años 60. Estaba en el norte de Estados Unidos, mucho menos hostil hacia los negros que el sur. Pero hasta allá se sentían las reverberaciones de la cruenta batalla racial que se llevaba a cabo en el sur.

“El día que yo llegué mi jefe me dijo: ‘Yo quiero que usted sepa que aquí hay discrimen. No quiero que usted pase ningún tipo de problema’. Yo le dije: ‘Doctor, despreocúpese, que yo me sé desenvolver como gato boca arriba en ambientes peores que este”, dice Ana Judith. “En la cafetería había una señora que siempre quería sacarme. ‘This is for doctors’, me decía, y yo le respondía: ‘That’s why I’m here’”, cuenta.

A sus 80 y tantos años (saquen cuenta), Ana Judith podría estar ahora frente a otro tipo de discrimen y lo sabe, el de la edad, pero tampoco le presta atención. “Si lo hacen no lo sé. Tengo millaje intelectual y millaje educativo”, afirma.

La doctora no ha pensado en el retiro. “No está en mi vocabulario, pero cuando empiece a fallarme la cabeza lo haría. Todavía puedo tocar temas que otros no y mientras pueda molestar a los muchachos, pues sigo”, cuenta la doctora, quien pasa cuatro horas cada domingo en la biblioteca de Ciencias Médicas educándose sobre los más recientes avances de la neurología.

Ana Judith vive en el mismo apartamento en Santurce que ha ocupado desde los años 70 y maneja el mismo carro hace 21 años. “Te vas a morir de la risa: tengo un carro del 95. ¿Pero tú sabes lo bueno que es no tener que pagar carro y no tener que pagar casa? Cuando tú veas un Grand Marquis gris por ahí tú puedes decir: ‘Ah, yo sé quién va ahí’”, cuenta, risueña.

El negocio de la salud no es lo de ella. Incluso, el tema le incomoda.  “Yo no estoy pendiente a eso de los chavos.   A mí me enseñaron que la salud es el paciente y que la persona que tienes delante de ti es a quien tienes que tratar de salvar y  tratar de llevar a un mejor estado de salud", dijo. “Es aquí en el sistema americano que empiezas a pensar en lo económico. Ese no es el sistema europeo”, dice, al recordar que en Europa los médicos son asalariados del Estado y acá cada uno es su propio empresario.

Aunque todavía le queda camino por recorrer, Ana Judith se siente satisfecha de la vida que ha vivido y atesora las invaluables lecciones que aprendió durante los seis años que tuvo que valerse por sí misma en Francia.

“Tuve que separarme de mi familia, luchar con el idioma, con el ambiente, que era desconocido, yo que apenas había empezado a ir de Río Piedras a San Juan en guagua sola y caer en una ciudad como esa a desenvolverte sola y a encontrarte con un sistema educativo como ese al tiempo en que bregaba con los chavitos… eso te enseña”, dice, con una sonrisa de satisfacción.

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