Tierra huracanada
Enviado el 4 julio 2007 - 3:37pm
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Por Sebastián Robiou Lamarche
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El huracán, palabra cuyo origen antillano o mesoamericano ha sido motivo de extensa polémica, es un fenómeno natural con un impacto en el desenlace histórico de las Antillas apenas considerado.
En cierto sentido, tal parece que los huracanes han estado ligados al proceso histórico de Puerto Rico:
• A los cuatro días de la llegada de Ponce de León, en agosto de 1508, se conoce nuestro primer huracán: San Roque. Los taínos pensaban que los españoles habían traído estas tempestades.
• Durante el primer siglo de colonización, entre 1526 y 1530, la Isla experimentó el paso de siete huracanes, cinco de ellos en ese último año en un lapso de sólo nueve semanas. Fue esta una de las principales razones por la cuales muchos colonos españoles emigraron hacia el continente, con la consecuente despoblación y empobrecimiento de la Isla.
• En 1678, según anota fray Íñigo Abbad y Lasierra, un huracán salvó a San Juan de una invasión inglesa dirigida por el Conde de Estrén o d'Estrees, al destruir la escuadra inglesa emplazada frente a la ciudad.
• Dos siglos después, en octubre de 1867, el huracán San Narciso azotó toda la Isla, arruinando las cosechas y dando paso a una profunda crisis económica. La crítica situación surgida, junto a otras importantes causas, pudo haber provocado que se produjera el Grito de Lares en septiembre del año siguiente.
• El más destructor huracán de nuestra historia, San Ciriaco, cruzó la Isla un año después de la invasión estadounidense de 1898 con una secuela de sobre 3,300 personas muertas y una agricultura devastada. En esta precaria situación, la presencia militar de Estados Unidos logró consolidarse en la Isla.
Según publicó el doctor Luis Salivia en su 'Historia de los huracanes y temporales de las Antillas' (1972), en cinco siglos Puerto Rico ha sido afectado por unos 115 huracanes con sobre 5,000 muertes y una amplia estela de destrucción.
Por consiguiente, hay que pensar que los huracanes debieron impactar en muchos aspectos las sociedades aborígenes antillanas. Si Ponce de León pareció traer consigo un huracán en 1508, algo similar había ocurrido años antes en La Española. Del primero allí reportado, en junio de 1494, "los isleños murmuraban que esta gente [los españoles] era la que había perturbado los elementos y traído esos portentos", según refiere el cronista Pedro Mártir de Anglería en sus 'Décadas del Nuevo Mundo'.
Resulta curioso que el primer europeo en predecir un huracán fue el propio Cristóbal Colón, por lo cual ha sido considerado el ''primer meteorólogo antillano''. Probablemente auxiliado por algunos guías indígenas de los que acostumbraba llevar consigo y estando con sus naves en julio de 1502 frente a la ciudad de Santo Domingo, donde el Gobernador no lo dejó atracar, advirtió a las autoridades que la gran flota que regresaba a España no zarpara, pues era inminente la llegada de una tempestad. Al Almirante no le creyeron, y mientras se refugiaba en una bahía cercana, en el Canal de la Mona naufragaban 20 navíos con toda su tripulación y carga.
Según refiere el incidente el padre Bartolomé de Las Casas en su 'Historia de las Indias', Colón predijo el huracán por su experiencia en observar ciertas "señales naturales en el ponerse o salir el sol de uno o de otro color, en la mudanza de los vientos, en el aspecto de la luna" y en el movimiento de los delfines en el mar, los cuales "van huyendo... a la superficie del agua y a la orilla... y así dan cierta señal de que ha de venir tempestad".
Los taínos al parecer aplacaban la furia de un huracán celebrando una danza, quizás un areíto. Álvar Núñez Cabeza de Vaca, en su obra 'Naufragios', nos narra el espantoso huracán que sufrió en la villa cubana de Trinidad en 1527. En medio de la tormenta, dice que para alejarla los indios hacían ''mucho estruendo de ruido de voces y gran ruido de cascabeles y de flautas y tamborines''.
No existe evidencia por parte de los historiadores españoles de cómo los taínos pudieron haber pronosticado la llegada de un huracán. Sin embargo, en nuestro estudio de la mito-astronomía antillana hemos considerado probable que la salida matutina de la constelación Osa Mayor sobre el mar en agosto anunciara para los taínos la época de huracanes ('Taínos y Caribes, las culturas aborígenes antillanas').
En la historiografía puertorriqueña, fue Cayetano Coll y Toste ('Prehistoria de Puerto Rico', 1907) quien sostuvo -sin evidencia documental suficiente- que Juracán era una deidad taína. No obstante, la mitología taína recopilada por fray Ramón Pané hacia finales del siglo XV claramente señala que era el cemí femenino Guabancex, asistido por otros dos (Guataúba y Coatrisquie), quien producía los vientos, las aguas tempestuosas y los huracanes ('Relación acerca de las antigüedades de los indios', versión de J.J. Arrom, 1974).
En cuanto a los caribes de las Antillas Menores, por los cronistas franceses del siglo XVII sabemos que estos indígenas pronosticaban con certeza los estados climatológicos observando los astros, las formas y movimientos de las nubes, la dirección del viento y los comportamientos de ciertos animales. Y que sobre todo la época de tormentas y huracanes se vinculaba con la presencia en la bóveda celeste, a partir de finales de julio, de las constelaciones que hoy llamamos Can Mayor y Can Menor.
De manera similar, los caribes-insulares decían que venían grandes lluvias cuando veían las nubes avanzar sobre el mar en línea recta. Y que las nubes rojas al atardecer eran augurio de fuertes vientos. Un halo alrededor de la luna era presagio de viento y lluvia, como lo era si se cerraban antes del anochecer las hojas de ciertas plantas. La abundancia del fruto del árbol de tabonuco anunciaba tormenta futura, mientras las aves buscando refugio en la costa o la caída de lluvia salada eran señales inequívocas de una tempestad cercana.
No pocas veces estos conocimientos empíricos se convirtieron en creencias que, con el paso del tiempo y el avance científico, terminarían considerándose supersticiones. De este modo, muchas de estas creencias indígenas pasaron a los colonizadores, luego al criollo y finalmente formaron parte del folclor puertorriqueño.
Algunas de estas tradiciones fueron descritas por fray Íñigo Abbad y Lasierra en su conocida 'Historia Geográfica, Civil y Natural de la Isla de San Juan Bautista de Puerto Rico', publicada en 1788. Allí, creyéndolos resultado de una causa común, escribía sobre el pronóstico de los huracanes y terremotos:
"Los indios de esta Isla prevenían esta infeliz catástrofe y la tenían por cierta, cuando observaban el aire turbado, el sol rojo, un ruido sordo subterráneo, el círculo de las estrellas obscurecido, con un vapor que las aparentaba más grandes. Los horizontes por el noroeste cerrados, un olor fuerte que exhalaba el mar, al levantarse este en medio de la calma, cambiando el viento de repente de este a oeste".
Y añadía el monje historiador: "La experiencia de estos terribles sucesos les había enseñado a observar las mutaciones de los astros y elementos y a pronosticar en ellos tan fatales fenómenos. Hoy mismo los anuncian dos o tres días antes que sucedan: el olor sulfúrico que toman las aguas, las exhalaciones que se levantan de la tierra y sobre todo, los continuos relinchos de los caballos y mugidos de las vacas... son para estos isleños señales evidentes de este suceso; ignoran las causas pero anuncian sus efectos".
Más recientemente, nuestro jíbaro creía que eran señales de mal tiempo o tempestad si se caían las telarañas en las casas, si dejaban de cantar los gallos, los grillos o las ranas; si se caían las flores de algunos árboles frutales o si florecían mucho los árboles de aguacate; si las nubes tenían color rojizo o los rabijuncos volaban hacia tierra. Y ya como supersticiones, otros creían que dos alfileres cruzados evitaban la lluvia, o que si llovía en sábado con sol, es que las brujas se estaban peinando. A estas tradiciones, en su mentada obra Salivia añade que los principales huracanes que nos han azotado han ocurrido de Cuarto Menguante a Luna Nueva.
Por lo visto, durante siglos los habitantes de las Antillas tuvieron que acudir a las creencias populares para tratar de pronosticar los estados climatológicos. No fue hasta mediados del siglo XIX cuando el barómetro comenzó a utilizarse regularmente en la predicción del tiempo, pues el descenso de la presión barométrica era signo silencioso de la cercanía de un huracán.
Hacia esos años, el padre Benito Viñes Martorell estudiaba desde el observatorio del Colegio de Belén de La Habana las leyes naturales que regían los huracanes. Resultado de las investigaciones de este jesuita fueron sus publicaciones 'Apuntes relativos a los huracanes de las Antillas' (1877) e 'Investigaciones relativas a la circulación y traslación ciclónica' (1893).
El padre Viñes, quien debe ser considerado el padre de la Meteorología antillana, estuvo en dos ocasiones en Puerto Rico. Su primera visita fue como consecuencia del destructor ciclón de San Felipe (13 de septiembre de 1876) que cruzó la Isla de Humacao a Mayagüez. El sacerdote jesuita arribó el 24 de enero de 1877 con el propósito primordial de estudiar los efectos causados por dicho huracán. En Mayagüez, donde desembarcó procedente de La Habana vía Puerto Plata, le sorprendió la "admirable precisión con que quedó marcado el paso del vórtice". Su minuciosa y detallada investigación sobre San Felipe es un documento científico de gran valor en la historia de la meteorología puertorriqueña. Durante su estadía, ofreció varias conferencias y dio los primeros pasos para instalar en la Isla un observatorio meteorológico capaz de anticipar y anunciar la llegada de un huracán.
La segunda visita del padre Viñes a Puerto Rico tuvo lugar el 10 de abril de 1882. Ahora su finalidad consistía en supervisar la instalación e instruir sobre el uso de los aparatos científicos que desde principios de ese año recibía el nuevo Observatorio del Colegio de los jesuitas, institución que estaba localizada en el hoy edificio del Departamento de Salud, contiguo a la iglesia del Sagrado Corazón en Santurce.
Según un recuento periodístico de la época, el equipo constaba de "barómetros de mercurio y aneroide, barógrafos, termómetros de máxima y mínima, termógrafo, psicrómetro, anemómetro, anemoscopio, actinómetro, ozonómetro, atmidómetro, pluviómetro y anteojo astronómico". De allí se enviaban datos meteorológicos a la prensa local y se cablegrafiaban al Observatorio de La Habana las variaciones climatológicas que podían ayudar a pronosticar la llegada de un huracán. Pero este observatorio meteorológico duraría pocos años. Con la salida de los jesuitas de Puerto Rico en 1886, los instrumentos científicos fueron enviados al Colegio de Quito, Ecuador. ('Los jesuitas en Puerto Rico de 1858 a 1886' por Antonio López de Santa Anna, s.j., 1958).
Sería luego de 1898 cuando, como consecuencia de la invasión norteamericana y la posterior devastación de San Ciriaco, se iniciaba una nueva era con la instalación del Negociado del Tiempo (Weather Bureau) en San Juan. Cinco años antes había fallecido el visionario padre Viñes.
Hoy por hoy, con los modernos satélites y los aviones ''cazahuracanes'', los antiguos presagios basados en la observación de los astros, el color de las nubes, el cantar de los gallos, el vuelo de los rabijuncos o los frutos del aguacate han desaparecido. En su lugar, han florecido las competitivas secciones meteorológicas televisivas. No obstante, por los siglos de los siglos, los huracanes continúan siendo un incontrolable fenómeno que nos envuelve con su enigmática forma de espiral.