Cayo Santiago: Crónica de un planeta de monos en Humacao

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Rut N. Tellado Domenech
Actualmente, el cayo es habitado por unos 1,300 rhesus que son protagonistas de investigaciones científicas. (Tony Zayas)

Apenas son las siete de la mañana y ya el sol está que pica. Mientras varios hombres acuden con  cañas de pescar al muelle de Punta Santiago, en Humacao, tres empleados del Centro de Investigación de Primates del Caribe, adscrito al Recinto de Ciencias Médicas de la Universidad de Puerto Rico (UPR), llenan una lancha de un solo motor con sacos de alimento seco para monos.

 “Varias veces a la semana se llevan sacos de 22 libras de comida seca formulada específicamente para primates”, informa Giselle Caraballo Cruz, quien será nuestra guía durante un recorrido por Cayo Santiago, islote de 38 cuerdas de terreno que es habitado por macacos rhesus desde 1938. Ese año fueron llevados allí los primeros 403 monos procedentes de India por el  doctor C. R. Carpenter, a quien le preocupaba que el estallido de la Segunda Guerra Mundial no le permitiera a los científicos viajar al Viejo Mundo a estudiar primates.

Actualmente, el cayo es habitado por unos 1,300 rhesus que son protagonistas de investigaciones científicas.

Una vez el personal termina de colocar en la embarcación  60 sacos de comida, procedemos a abordar, no sin antes recibir algunas advertencias: mirar a los ojos a un rhesus es sinónimo de desafío, hay que tener cuidado al estar bajo un árbol  porque podrías terminar embarrado por la “gracia” de un mono y, sobre todo, no mostrarles miedo aunque te enfrenten.

La lancha parte  sobre un mar más calmado de lo usual, según Giselle, quien es la “colony manager” del islote. Al cabo de unos minutos llegamos al muelle de concreto, donde hay unos baldes con agua, desinfectante y un cepillo para limpiar las suelas de los zapatos de todos los que entren al cayo y así evitar introducir contaminantes que puedan dañar a los macacos.

Sistema de jerarquías.  Allí, entre las ramas de unos árboles de mangle negro junto al muelle,  dos primates vigilan la faena. Giselle explica que los rhesus conviven libremente por la isla en grupos o manadas en donde la jerarquía es muy importante. “Los de menor jerarquía comen a lo último en los comederos. Por eso, vienen al muelle a ver si cae comida de alguno de los sacos o si pueden romper uno y llevarse comida antes de que llegue al comedero. Ellos conocen nuestro itinerario”.

Como la camioneta que está en el islote se averió, uno de los empleados conduce una excavadora hasta el muelle para montar ahí los sacos de alimento y llevarlos a los tres comederos que tiene el arenoso y rocoso cayo.

Caminamos hasta un ranchón, llamado “shop” por quienes laboran allí, para firmar el libro de visitas, en el que se aprecia de qué universidades provienen los investigadores: Duke, Yale, Cornell, Chicago, NYU (Nueva York) y la UPR.

El “shop”, que es donde investigadores y empleados comen y guardan sus pertenencias, está hecho de madera y cinc y está completamente enrejado. “Aquí es al revés; nosotros estamos en jaulas y los monos están libres”, acota,  mientras se sienten las pisadas de un rhesus sobre el techo de cinc y otro nos observa desde afuera.

 

Hora de comer

Del “shop” salimos rumbo al comedero más cercano, llamado “lower corral”. Una gran estructura hexagonal hecha de planchas de cinc y “cyclone fence” rodea el cajón de metal donde se vacían las bolsas de alimento. Está desierta porque donde primero se sirve comida es en el “upper corral”,  que está en el tope de la única colina del cayo, pues es adonde acuden dos terceras partes de la población total.

Los primates, acostumbrados a la constante presencia de humanos, no huyen  mientras subimos la empinada colina; solo observan  con curiosidad. Saben que somos nuevos allí.

Corre y corre por el almuerzo

Al escuchar el motor de la excavadora que se aproxima, una impresionante multitud de individuos de todas las edades y tamaños comienzan a salir  de entre los árboles para aproximarse al   “upper corral”. La mayoría emite el mismo sonido, que es la vocalización para avisar otros que llegó la comida.   Algunos se trepan en las planchas de cinc del comedero y las agitan con fuerza, haciendo un ruido que recuerda el que provocan los muchachos cuando golpean con los pies las gradas metálicas de una cancha.

Bajo las atentas miradas de cada vez más macacos, uno de los cuidadores vacía varias bolsas en el cajón de metal, que se va llenando de bolitas amarillentas. Una vez sale el humano del comedero, se acercan los primates a comer, pero no de  forma desordenada.

“El grupo más grande y de mayor rango es el grupo R. Ellos van a llegar y a comer primero. Una vez R entra, sus miembros tardan una hora en comer”, explica Giselle al resaltar la importancia de la jerarquía en la vida social de los monos. Cada una de las siete manadas del cayo  tiene su nivel de jerarquía. Dentro de la manada, cada individuo tiene su rango, lo que determina desde cuándo come hasta dónde duerme.

Los de menor rango entran al comedero, acumulan en sus bocas y patas  la mayor cantidad de alimento que pueden y salen corriendo rápidamente para no ser vistos por los de mayor jerarquía. Luego, se sientan en el suelo, sobre una roca o entre las ramas  a comer.

Los individuos del grupo R se alimentan tranquilos dentro del comedero al tiempo que las demás manadas esperan su turno en los alrededores.

Dos jóvenes científicos estadounidenses observan la dinámica y hacen apuntes. Nada de batas, jeringuillas  ni tubos de ensayo, solo libretas y bolígrafos, pues las investigaciones se centran en el comportamiento de los primates.

En los alrededores del “upper corral” hay muchos pequeñines que  deben tener apenas un año. Algunos van enganchados de las espaldas de sus madres, otros corretean y parecen jugar de manos, cual niños.

Ritual científico

Entre octubre y diciembre, indica Giselle, los  de un año serán capturados para tatuarles en el pecho el código de tres caracteres que pasará a ser su nombre, hacerles marcas en las orejas para distinguirlos, vacunarlos contra tétanos y tomarles muestras de sangre y  material genético para analizarlo en laboratorios fuera del cayo.

El Centro de Investigación de Primates del Caribe se precia de tener una base de datos acerca de la identidad  y genealogía de cada individuo que ha habitado el islote desde 1957. Esta información se combina con la del censo que cada día hace el personal.

Cuando el fotoperiodista entra al comedero en busca de mejores imágenes, algunos monos huyen asustados al tiempo que otros forman un gran alboroto en que predomina la vocalización de comida. Esto, según la “colony manager”, ocurre porque al fotógrafo espantar a la manada que estaba dentro del comedero, los miembros del próximo grupo en la jerarquía se avisan unos a otros que ahora pueden entrar.

Rumbo a Cayo Pequeño

Desde el punto más alto del islote, también llamado Monkey Island, se aprecian la costa de Humacao, la isla municipio de Vieques y otro pedazo de tierra bastante cercano. “Ese es Cayo Pequeño. Está conectado a Cayo Santiago por un istmo de arena. Ahí también viven monos y vamos para allá”, dice Giselle.

Al bajar de la colina, se escuchó un llanto idéntico al de un bebé. Era un rhesus pequeñín que se asustó al vernos. Su mamá lo cargó en brazos, como cualquier madre humana, para calmarlo. 

Continuamos la marcha hasta regresar al “lower corral”, donde Josué Manuel Negrón del Valle investiga para Cornell las interacciones sociales entre los adultos del grupo F y comparar esos datos con el material genético para saber si hay alguna relación entre la genética del individuo y su nivel de jerarquía en la manada.

¿Cómo distingue cada individuo? “Algunos investigadores los identifican por los tatuajes o por las marcas en las orejas, pero después de que llevas tiempo con ellos te das cuenta de que todos tienen caras distintas”, dice el joven, quien lleva tres años trabajando en el islote.

Josué nos muestra a una madre espulgando a su hija sobre las planchas de cínc, acción que los investigadores conocen como “grooming” y que asocian a bajos niveles de estrés en los individuos. Luego señala a la hembra alfa del grupo F, que en ese momento se dispone a entrar al comedero. A medida que camina, los demás le abren paso y, cuando ella llega a donde está el envase metálico lleno de alimento, los cuatro monos que comían allí se salen y la dejan comer sola. Ninguno se acerca a la comida cuando ella está ahí. Los que ya tomaron sus bolitas amarillas van a un charco cercano y las mojan antes de comerlas, cual si fueran “nuggets” en “ketchup”.

Finalmente vamos a Cayo Pequeño, donde solo habita el grupo V. Un camino de arena sirve de puente entre ambas islas y a su vez forma una bahía, en la que el agua está tan cristalina que se puede ver las hierbas marinas del fondo. “Aquí entran manatíes a comer de la pradera de thalasia y los monos, cuando los ven, hacen vocalización de peligro porque no saben lo que es”, cuenta la “colony manager”.

En el último comedero hay menos individuos, en su mayoría juveniles, cuyo rango en la manada suele ser bajo. Como su lugar en el grupo aún está a prueba, algunos retan a los humanos nuevos. Uno se acerca, levanta la cola, se para tenso en cuatro patas y comienza a gruñir, pero como no mostramos temor, se retira.  

Después de acabar con el alimento, los primates acostumbran retirarse a descansar, espulgarse unos a otros entre los árboles, aparearse o pelear para subir de rango. Nosotros también nos retiramos del cayo en la lancha junto a tres investigadores, quienes culminaron sus observaciones del día. “El cayo es de ellos”, asevera Giselle, refiriéndose a los rhesus.

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