Diagnóstico: optimismo incurable

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Por Katty Krumhansl / Especial para El Nuevo Día endi.com Ya me habían advertido sobre sus ojos. Y es que, al conocer a Alice Francisco El Koury, lo primero que notas es la chispa de los vivarachos ojos azules donde se asoma el espíritu alegre y travieso de la ilustre profesora y científica, nacida en San Juan en el 1919. Simpática y elegantísima, doña Alice habla con entusiasmo, rememorando su vida y carrera como profesora de microbiología, antes bacteriología, en la Universidad de Puerto Rico. Entre sus haberes, queda el legado de ser fundadora de la Sociedad de Microbiólogos de Puerto Rico, del Colegio de Tecnólogos Médicos de Puerto Rico, del Programa de Tecnología Médica del Colegio Universitario del Sagrado Corazón, de las Madrinas del Seminario Mayor San Juan Bautista, del Capítulo de Puerto Rico de la Unión de Mujeres Americanas (UMA) y de las Hijas Católicas de América en Puerto Rico. Graduada a los 15 años del Colegio Puertorriqueño de Niñas en Santurce, la joven Alice Francisco Azzize, proveniente de una destacada familia libanesa radicada en la Isla, fue la primera mujer puertorriqueña en obtener un bachillerato en ciencias del College of Notre Dame, en el estado de Maryland. En el 1941, obtuvo su maestría en bacteriología de la Universidad de Pennsylvania. “Mi mamá era una mujer muy inteligente, preciosa, que quería que estudiara en los Estados Unidos. Cuando llegué Notre Dame, a esa edad, fui solita. La primera vez que lloré, me escuchó una monja, Sister Alma, que estaba a cargo de la parte de ciencias y venía de una de las mejores familias de Baltimore. Ella siempre me visitaba a las 9 de la noche, cuando lloraba y me tranquilizaba. Me ayudó mucho. Yo hablaba buen inglés, gracias a que mami nos preparó”. Por su rol como pionera en el campo de la microbiología y fundadora también del departamento de microbiología de la UPR, la profesora retirada El Koury, figura entre las alumnas distinguidas de esa institución académica. La carrera científica de doña Alice comenzó en la Escuela de Medicina Tropical de la Universidad de Puerto Rico en Puerta de Tierra. “Era la única mujer allí. Luego, don Jaime Benítez, que era muy amigo de mi madre, le dijo que quería que me fuera con él a la Universidad de Puerto Rico y empezamos el departamento de bacteriología.” En el 1957, fundó la Sociedad Americana de Microbiología “porque era importantísimo, era lo que se usaba para diagnosticar. Antes tenías fiebre y te daban medicinas sin saber qué la causaba,” explica. De sus años como maestra, atesora su relación con los estudiantes. Por sus aulas pasaron destacadas figuras, entre ellos Américo Pomales, Eduardo Santiago-Delpín, Pablo Morales Otero, Gladys Escalona, Víctor Marcial Rojas, “todos excepcionales,” dice la otrora profesora emérita, con sus ojos encendidos. “Yo era loca con los muchachos, los ayudaba mucho ¡Hasta les preparaba las preguntas de los exámenes! Otros profesores me decían que era demasiado buena con ellos, pero sólo quería que estudiaran. Todavía hoy, a veces estamos sentados en algún sitio y se me acercan estudiantes míos y me dicen – mire doña Alice, este es mi biznieto- me saludan con tanto cariño. Les digo: ‘¡que biznietos ni biznietos, si yo no he pasado de los sesenta!’” Rubia, alta, esbelta, por su casa en la calle San Sebastián en el Viejo San Juan, fueron muchos los enamorados que la trataron de conquistar con serenatas. “Cuando venían, mis dos hermanos, que me celaban muchísimo, se asomaban, pero yo me escondía. A mí que no me vieran,” recuerda entre risas. El amor le llegó cuando trabajaba en Medicina Tropical. Fue entonces que comenzó su relación con quien fuera su esposo desde el 1942 hasta el 2000, cuando enviudó: Jorge El Koury, que en sus propias palabras “era loco con ella”. Hijo de libaneses también, la conquistó poco a poco, durante las conversaciones que tenían cuando iban a pasear en el carro de éste. “Mis padres querían que me casara con un libanés, -qué cosa, en aquella época era así-, y ellos conocían muy bien a su familia. Yo era arisca, era terrible. Él me invitó a salir, pero le decía que no, que estaba muy ocupada con mi trabajo. Poco a poco nos fuimos acercando y entonces nos casamos. Nuestros padres estaban muy felices”. De su matrimonio nacieron dos hijos: Jorge y Jaime. “Yo deseaba mucho tener hijos, pero pasaron diez años y nada. Finalmente fui a donde un doctor famosísimo en Nueva York. Él me dijo que me dejara de preocupar tanto, que cuando no estuviera tan ansiosa, los tendría. Y así fue, tres días después de regresar a Puerto Rico, quedé embarazada”. “Fui profesora, fui decana, y estuve en veinte mil comités, pero nunca quise más posiciones en la universidad, por mis hijos. Los muchachos eran lo más importante para mi,” comenta al explicar cómo balanceaba sus papeles de madre y profesional en una época cuando pocas mujeres lo hacían. Una profesional sobre la que recayeron los honores concedidos a lo largo de su vida: el nombramiento del laboratorio de ciencia del Colegio Puertorriqueño de Niñas como el Laboratorio Alice El Koury, el Grado Honorífico en Ciencias Naturales otorgado por la Universidad Sagrado Corazón o el establecimiento del Premio Anual Alice El Koury/María Medina, otorgado por la Sociedad de Microbiólogos de Puerto Rico. Una distinción que guarda de muy cerca a su corazón es su selección como una de las mujeres heroínas por parte de la American Society of Microbiology, por sus investigaciones sobre el virus del estreptococo y su rol en la fiebre reumática. Además, se instituyó el Premio Anual Alice El Koury al estudiante sobresaliente en el Programa de Tecnología Médica de la Universidad Sagrado Corazón. “A mami,” dice su hijo Jorge, “hay que aguantarla porque no se está quieta.” “Y eso,” añade doña Alice, “que tengo tantos tornillos en el cuerpo de varias caídas, que cuando viajo, ¡suenan todas las máquinas en el aeropuerto!” Pionera y visionaria, recordada con un intenso cariño y con un profundo agradecimiento por sus estudiantes y allegados, doña Alice, quien cumple años en estos días, deja a quien la conoce con un “up”. Su energía es contagiosa, su deseo de vivir, intenso, sus palabras alentadoras. “Oye,” me dice al momento de terminar la entrevista, a modo de despedida, “nunca dejes que te empujen, que nadie te detenga en tu camino.” Palabras con luz acompañadas por una caja de chocolates Whitman’s. “¡No es para que engordes!”, concluye jovialmente.