La Tierra vivirá, nosotros moriremos

Este artículo es reproducido por CienciaPR con permiso de la fuente original.

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Por Mimi Ortiz Martín endi.com Hace tan poco como 13,000 años la ciudad de Nueva York estaba cubierta por una enorme masa de hielo que se extendía por todo Canadá, me recuerda el geomorfólogo José Molinelli tras un violento sorbo de café negro. Para ese tiempo, la isla de Puerto Rico tenía otro contorno. En ese periodo glacial se estima que el nivel del mar bajó casi 40 metros y nuestra costa atlántica, por ejemplo, pudo haber estado extendida hacia el norte tanto como una milla. De hecho, ahí, bajo agua, está la evidencia de esa antigua plataforma costera. “Entonces comenzó un periodo interglacial por el que aún atraviesa el planeta. Oye, eso fue los otros días”. El pasado, el futuro y el sentido del tiempo son fascinantemente distintos para un geólogo. Por ello, en medio de un panorama catastrófico para el devenir del planeta, resulta un embriagante viaje sentarse a escuchar los planteamientos de hombres de ciencia como el doctor Molinelli y el doctor Daniel Altschuler, físico. Acomódese con su café. “Ahora estamos en un periodo interglacial. Y luego de este derretimiento de los polos, vendrá otra glaciación, y otro ciclo igual, hasta que los planetas y ese señor Sol de nuestro sistema decidan comportarse distinto. Y se estima que en 3,000 millones de años el Sol se calcinará”, dice Altschuler, y le veo agrandar los ojos, señalando a los vecinos del cercano Universo. Ambos hablan de esa última glaciación -llamada Wisconsin- tan reciente como si fuera Katrina. (Empezó hace 80,000 años y terminó hace 10,000). Para nuestra brevísima vida, no fue ‘ayer’. Sí para el planeta. “En ese periodo glacial -Wisconsin- se redujo notablemente la especie humana, sin extinguirse”, apunta Molinelli, quien puede recitar las glaciaciones que le antecedieron a esa: Donau, hace dos millones de años; Günz, hace un millón; Mindel, hace 400,000 años, y Riss, hace 150,000, todas llamadas “antropológicas” porque, según teorizan algunos, fueron usadas por el hombre para su paso al continente de América. “Pero los cambios climáticos de los ciclos glaciales han sido leeentos, y normalmente a los organismos vivos les ha dado tiempo a migrar a latitudes más favorables y a evolucionar para sobrevivir”, dice Altschuler, quien es ateo. “Incluso, el propio planeta Tierra siempre desarrollaba mecanismos de defensa para amortiguar esos cambios de temperatura y mantener el equilibrio. Se les conocen como ‘sistemas de retroalimentación positiva y negativa’...”, comenta Molinelli. “Esta vez, serán cambios demasiado drásticos y ocurriendo demasiado rápido. Sin tiempo a migrar a zonas más hospitalarias, a adaptarse y menos a evolucionar. El propio hombre extinguirá a la humanidad”, agrega su colega físico. Y justo cuando a usted puede resultarle inapetente masticar tanta información científica sobre las posibles catástrofes a las que se destina el equilibrio del globo terráqueo y los organismos que lo habitamos, Molinelli y Altschuler le ayudan a tragar y digerir un concepto más universal. Le llevan en una nave espacial, más allá, a ver la danza de la Tierra con el Sol, la causante de los períodos glaciales, y con ellos, los ciclos de cambios climáticos. Esto quiere decir que, aunque nunca hubiéramos consumido una onza de petróleo fósil ni estuviéramos produciendo y lanzando anualmente a la atmósfera una gigatonelada (mil millones de toneladas) de carbono... ¿el planeta atravesaría por un período interglacial? “Mmm. Sí”, me responde Altschuler, el autor de ‘Hijos de las Estrellas’, publicado por la editorial AKAL, y en inglés, ‘Children of the Stars’, por Cambridge University Press. Todo lo decide el propio bailoteo de la Tierra y su interacción con el Sol y los otros planetas, que se mantienen en perfecta coreografía alrededor del gran astro gracias a fuerzas inimaginablemente calculadas. La Tierra, como cualquier cuerpo celeste, no reposa. Está sometida a distintos movimientos. Rota sobre sí misma y una vuelta completa dura 23 horas con 56 minutos. Pero no está derechita: el eje terrestre forma un ángulo de 23.5 grados con respecto a su órbita alrededor del Sol. Esta inclinación es la que provoca largos meses de luz y de oscuridad en los polos, y también es responsable de las estaciones del año, por el cambio del ángulo con respecto a la radiación solar. El movimiento de la Tierra alrededor del Sol dura 365 días, 5 horas y 49 minutos. Es una trayectoria de 578 millones de millas a una distancia promedio del Sol de 150 millones de millas. Nos movemos bastante rápido: a 93 millas por hora, o sea a 19 millas por segundo. “Pero esa órbita de la Tierra alrededor del Sol no es un perfecto círculo, o sea, la distancia entre el Sol y la Tierra tiene variaciones”, expone Altschuler. Fascinante. A esto se le llama ‘excentricidad orbital’. El punto más cercano (llamado ‘perihelio’) ocurre actualmente el 3 de enero y es cuando más cerca estamos del Sol, a 92 millones de millas. Mientras que el punto más lejano (el ‘afelio’) es el 4 de julio, cuando alcanzamos la máxima lejanía, 95 millones de millas. O sea, cuando la órbita es más elíptica, como ahora, la cantidad de radiación solar que ocurre cuando estamos lo más cerca del Sol es 23% mayor que cuando estamos más lejos de él. Y esto causa que los hemisferios tengan diferencias entre sus estaciones. No es el único factor que lo provoca. Según apuntan los científicos, en la actualidad las estaciones del hemisferio sur tienden a ser algo más extremas que las del norte y se debe en parte a que el norte tiene más tierra y el sur mucho más océano y es conocido el efecto del mar en suavizar las máximas y elevar las mínimas. Pero, volviendo a la excentricidad, ¿por qué varía la forma de la órbita terrestre? Dice Altschuler: “No estamos solos. Nos influyen los demás planetas y sus fuerzas orbitales. Por ejemplo, el principal perturbador es Júpiter, enorme, cuyo plano orbital aparenta ser casi invariable”. Pero ese es tema de muchos más cafés. Hay más. La forma achatada de la Tierra la obliga a balancearse parecida a un trompo, cuando rota alrededor del Sol. Ese movimiento, en forma de cono, se abre hasta 47 grados. A este fenómeno se le conoce como ‘ángulo de precesión’ y también influye en los ciclos climáticos del planeta. Una vuelta completa de precesión dura 25,767 años. A este ciclo se denomina año platónico y su duración había sido estimada por los mayas. (Otro tema para más cafés). “Todos estos movimientos astronómicos determinan cuánta radiación solar recibe la Tierra en sus dos hemisferios. Aún más: cuán directa, cuán cercana, cuán frecuente y cuándo la recibe”, dice Altschuler. O sea, cada cierto tiempo se combinan todos estos factores para provocar un período glacial que dura cerca de 100,000 años, mucho más que los breves intervalos interglaciales, como el que estamos atravesando. Unos piensan que la información que tenemos es insuficiente para establecer una relación estadísticamente significativa entre el clima de la Tierra y las variaciones de excentricidad en su órbita solar. Otros piensan que nuestros periodos glaciales y ciclos climáticos, definitivamente, están regidos por las variaciones orbitales. En mal momento… Este era el peor momento para recargar la atmósfera con toneladas de carbono, recalentándonos en un invernadero de gases que retiene mucha de la radiación infrarroja que antes rebotaba hacia el Universo. ¿Por qué? Actualmente, la diferencia entre nuestro mayor acercamiento al Sol y nuestra mayor distancia de él es sólo de 3 millones de millas. Esto significa que hay un aumento del 6.8% en la radiación solar que nos llega. Esto lo sabemos gracias a científicos como el inglés James Croll, quien tomaba muchos cafés y estudió esa variación en la forma de nuestra órbita. Incluso, calculó que el tiempo en que la Tierra tarda en cambiar de forma esa órbita va de 95,000 a 136,000 años, siendo el ciclo más conocido el de unos 100,000 años. “Otro científico importante fue Milutin Milankovic”, me dice Molinelli y me cuenta por qué nos importa al momento. “El hombre propuso otro factor para explicar los ciclos glaciales”. Además de los cambios en la manera en que orbitamos, propuso que hay variaciones en el eje de oblicuidad en que rota la Tierra y que esos cambios también son influyentes en los ciclos glaciales y climáticos. Actualmente, el eje de rotación de la Tierra está reduciéndose lentamente, según Milankovic, a una amplitud de 2.4 grados. “Cuando la inclinación se reduce, como ahora, los inviernos son más fríos y los veranos más calurosos. Cuando aumenta (que puede ser tanto como 22.1 grados), los inviernos son más apacibles y los veranos más frescos”. Para Milankovic, no son los inviernos fuertes sino los veranos suaves los que desencadenan un período glacial. Afirma que siempre nieva suficiente en los polos como para hacer crecer los glaciares. La clave está en la cantidad de hielo que se derrite en los veranos: si no es suficiente, crecerán los glaciares, pero si es excesiva, como pasa en la actualidad, retrocederán. Milankovic estimó que la variación total en la inclinación del eje de la Tierra tiene un período de aproximadamente 70,000 años. Molinelli toma otro café. “Y aunque la gente le presta muy poca atención, hay otros fenómenos no causados por el hombre que son influyentes en los cambios climáticos”. ¿Por ejemplo? “Los meteoros y otras partículas de cuerpos celestes que nos impactan”. De hecho, en esta órbita elíptica en la que rotamos actualmente se ha observado por radar un aumento de meteoros, fenómenos astronómicos que al atravesar la atmósfera e impactarnos aumentan singularmente la temperatura. “No olvidemos las erupciones volcánicas y cómo ese magma que emana desde el núcleo del planeta a través de la corteza terrestre tiene un impacto considerable en la temperatura atmosférica y el clima”, agrega el geólogo. “Igualmente incluyentes son los movimientos tectónicos que ocurren en las placas oceánicas. Al emanar roca derretida en la corteza del mar, las aguas se calientan e igualmente elevan la temperatura del aire cuando emanan gases que cambian la composición atmosférica”. Tras cinco cafés y varias horas de charla con hombres de ciencia, me siento aún orbitando en el espacio... y quizá menos culpable del calentamiento