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COVID-19, dengue y mosquitos: riesgo que no se puede obviar

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Publicado originalmente en la sección de Opinión de El Nuevo Día

Por Manuel F. Lluberas

La pandemia de COVID-19, que continúa reclamando vidas y en constante expansión, ha generado una necesidad urgente y real para proteger y/o salvarle la vida a cientos de miles de víctimas mundiales. La situación es grave y requiere acción firme y decisiva. Como especialista en salud pública, me ha alegrado ver que nuestra gobernadora ha tomado las riendas del problema con decisiones firmes y claras, que la mayoría de la población las está acatando, y que muchos países nos consideran ejemplo para el mundo. 

La última vez que el mundo se unió contra un enemigo global similar resultó en la eliminación del paludismo (malaria) de Europa, los Estados Unidos, Puerto Rico, gran parte de la Cuenca del Caribe, y el resto del mundo. Unos años más tarde, América se unió otra vez y Aedes aegypti, transmisor del dengue, zika y chikungunya fue eliminado del continente sudamericano. Desafortunadamente, uno de los acontecimientos más trágicos en salud pública mundial fue la eliminación de las campañas antivectoriales que habían logrado victorias tan decisivas. En vez de continuarlas y expandirlas, se consideraron innecesarias y se disolvieron pocos años después que la victoria dejó ser historia de primera plana. Irónicamente, la propagación del zika de hace solo unos años fue descrita por la Organización Mundial de la Salud como “el precio a pagar por un fallo masivo en la política de control de mosquitos cuando los expertos abandonaron los programas antivectoriales que lograron controlarlos en la década del 1970”.

El devastador impacto del COVID-19 nos ha llevado a una encrucijada preocupante. La temporada del dengue se aproxima y ya hay al menos dos casos de dengue tipo 2 en Puerto Rico, la cepa históricamente más virulenta y peligrosa de las cuatro. Lamentablemente, muchos puertorriqueños, incluyendo algunos miembros del Departamento de Salud, consideran la presencia del dengue y su vector como “parte de vivir en el trópico, pues contra el mosquito no hay mucho que se pueda hacer”. 

Esta posición es fatalista y peligrosa por varias razones. Primero, descarta la erradicación del dengue y el aedes del continente sudamericano, declarada por la Organización Panamericana de la Salud como uno de los más importantes logros del Siglo XX. El programa, diseñado por el Dr. Fred Soper, entomólogo en salud pública, era una “estrategia de erradicación que involucrara la cobertura universal de todos los criaderos de mosquitos en cada casa y localidad infestada para la eliminación total del vector, seguido por vigilancia entomológica para prevenir la reinfestación”. Al hablar de su éxito durante la celebración en 1978, Soper describió la erradicación del aedes como sorprendente, porque el plan era “solo reducir las densidades de vectores en las grandes ciudades”.

Segundo, ignorar la presencia del dengue justo después de una pandemia como la que experimentamos puede traer consecuencias inesperadas y posiblemente trágicas. Nadie sabe qué efecto a largo plazo tendrá el COVID-19 sobre las personas que sufrieron sus efectos. Además, se desconoce el efecto que pudiera tener el dengue sobre un portador asintomático del coronavirus. Esperemos que ninguna, pero sabremos en unos meses.

Tercero, estamos a solo semanas del comienzo de la temporada de huracanes, la que han predicho será más activa que la anterior. Creo que no tengo que entrar en detalles sobre los efectos que tendría una tormenta más fuerte que una “platanera” sobre la población de mosquitos en la isla.

Estos factores, combinados con la situación que está pasando el Departamento de Salud, una embarcación donde su tripulación aparenta no saber quién está al timón o si siquiera está en el puente, revela una situación extremadamente alarmante para los que trabajamos en salud pública. 

Es imperativo reestablecer el programa de control de vectores con un enfoque multidisciplinario y que incluya, entre otras cosas, la participación activa de la comunidad. En las palabras de Ronald Ross, a quien se le otorgó el Premio Nobel de Medicina a finales del Siglo XIX por descubrir que el paludismo era transmitido por un mosquito y no por las miasmas o “aire malo” como se creía, “la malaria” [es nuestro caso el dengue] “continuará hasta que el mosquito se tome en serio”.

No podemos arriesgarnos a la posibilidad de que alguna enfermedad de transmisión vectorial como el dengue o zika se convierta en más virulenta mientras nos recuperamos del COVID-19 o cualquier otra epidemia. 

 

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