La vida entre árboles

Este artículo es reproducido por CienciaPR con permiso de la fuente original.

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Por Carmen Dolores Hernández / Especial para El Nuevo Día endi.com Frank H. Wadsworth ha vivido entre árboles toda su vida. Por eso, quizás, tiene la rectitud de un pino, es adaptable como un tulipán y, hablando, despliega la gracia sutil de un yagrumo, que de repente te deja ver, como quien no quiere la cosa, el otro lado -el humor- que yace detrás de cualquier situación. A Puerto Rico llegó en 1942. Aunque nació en Chicago, venía de Arizona, donde trabajaba con el Servicio Forestal. Como se casó con la hija del jefe, tuvo que pedir traslado. Su suegro, Gus Pearson, le recordó la regla contra el nepotismo. “No puedes seguir aquí”, le dijo. “Tienes que aceptar la próxima asignación que aparezca”. Ni Wadsworth ni su esposa sabían dónde quedaba nuestra isla: tuvieron que acudir a un atlas para averiguarlo. Un mes después de que Estados Unidos entrara en la II Guerra Mundial, abordaron un barco que salía de Mobile, Alabama. Trajeron el autito que les había costado $75 e iniciaron la aventura que ha durado durante toda una vida. Wadsworth, cuya primera esposa murió tras 43 años de matrimonio, está casado ahora con Isabel Colorado, hija de don Antonio Colorado. ¿Cómo fue ese primer encuentro con otra cultura? ¿Sintió prejuicios en su contra? ¿Fue aceptado? “Yo no estaría aquí hoy si todo no hubiera salido bien. Yo era un gringo que sabía de árboles, pero no sabía de árboles de aquí. Cuando llegué, quería a los árboles más que a la gente. Pero tuve dos empleados que eran santos. Uno, José Marrero, agrónomo, era un hombre dedicado a su trabajo en los bosques; había estado ya seis años con el Servicio Forestal. Conocía los árboles, los suelos, las plantaciones; murió hace unas semanas. La otra, Ana Jiménez, era mi secretaria. La única explicación de porqué tuvieron tanta paciencia conmigo es que me querían”. Su trabajo era ir por los bosques y determinar su estado, ver qué errores se habían cometido y cómo solucionarlos. “Eso”, dice, “me ocupó por diez años. Visitaba las principales zonas de bosques de Puerto Rico, tanto las federales como las insulares, entre ellas Mona, Guánica, Susúa, Maricao, Guilarte, Guajataca, Río Bajo, Carite, Yunque y los manglares de Piñones. Ahora también están Cambalache y Vega”. Cambalache se ganó gracias, precisamente, a la gestión de Wadsworth: “Cuando la ley de los 500 acres le quitó tierras a la Central Cambalache, el jefe de la Autoridad de Tierras, José Acosta Velarde, me concedió 600 cuerdas para establecer un bosque experimental. Mas tarde pasó al Departamento de Recursos Naturales como un bosque estatal”. Vega está entre Vega Alta y Vega Baja. Es terreno de mogotes: “nadie sabía qué hacer con eso”, dice Wadsworth cuyo español, ligeramente acentuado, es muy correcto. “Antes eran para la agricultura. Cuando yo llegué esto parecía la China, con pequeñas parcelas de agricultura de subsistencia. Tras la industrialización, Teodoro Moscoso propuso en una ocasión -medio en serio, medio en broma- que se debían allanar los mogotes”. Pero los mogotes son un refugio para los árboles. “Yo pienso que es la parte de Puerto Rico que, después del mangle, con más seguridad se va a quedar como bosque. Los árboles nativos se escondieron ahí. Lo interesante es que no hemos perdido ni una especie de árbol. En un mogote de Bayamón han encontrado una planta que pensaban que estaba extinta desde hace 80 años. Los botánicos encuentran nuevas especies muy a menudo: cuatro o cinco durante los últimos diez años”. Frank Wadsworth, que es ya mayor, conserva un humor contagioso, una manera muy suya de reírse de sí mismo y un talante tolerante y optimista que contrasta con el catastrofismo de muchos ambientalistas que blanden la amenaza de la destrucción. “Lo que pasa”, explica, “es que muchos de nosotros somos individualistas y muy pobres en la manera de presentarnos ante el público. Los ambientalistas no tienen dotes sociales, no tienen paciencia con los demás”. Él está dispuesto a escuchar y, sobre todo, a negociar. Una manera de fomentar la conservación -“back-door conservation”, lo llama él- es promover el turismo ambiental. “Cuando la gente se da cuenta de que algo tiene importancia porque los turistas quieren verlo”, explica, “entonces lo cuidan, como ha sucedido con el Yunque o la bahía fosforescente”. Él tiene una lista de cien lugares a los que se podrían organizar excursiones ambientales y la gente vería algo nuevo y único, que no tendría nadie más. “Si no has visto el Niágara, aquí no lo vas a echar de menos”, dice. En esa lista están el cañón de Guajataca, los bosques de Maní, Río Abajo y Cambalache, el caño Tortuguero y el cerro Punta. Su idea no es hacer grandes hoteles, sino organizar viajes de poca gente y llevarla a ver tres o cuatro cosas en un día, involucrando también a la gente local para que les ofrezcan información a los visitantes. “Abrir los canales de Piñones, por ejemplo, e ir en kayak a ver y oír los pájaros, observar el cielo y, de noche, ver salir los cangrejos”. A veces -su experiencia lo confirma- se consigue más con una gota de miel que con un barril de hiel. Fue el caso del complejo de Riomar, que en el plan original se anunciaba con hoteles que, “cuando abrías la puerta de tu cuarto ibas a tener arena entre los dedos de los pies, es decir, que estaban pegados al mar. Pero yo hablé en la Junta de Planificación de un maravilloso hotel en St.Croix que no está a la orilla del mar sino sobre un monte y abajo tiene un lugar donde los turistas se cambian y descansan y pueden ir a la playa. Era mucho mejor así. Y cambiaron los planes. Yo pido un cambio de 5 grados, no de 180. Puerto Rico no se va a convertir en una utopía de un día para otro”. Hay que empezar porque la gente adquiera conciencia de lo que es la Isla. Todos hablan del amor a Puerto Rico, pero a él le preocupa la falta de solidez del conocimiento que se tiene del País. El año pasado, durante unos ejercicios de graduación en Cayey, les presentó a los jóvenes un reto: “¿Por qué no se van durante el fin de semana al pico de Guilarte, por qué no pasan a la Mona? Ustedes tienen ruedas, tienen fines de semana. Úsenlos para tener algo sólido debajo de ese amor a Puerto Rico”. Wadsworth es, definitivamente, un optimista. “No estaría en Puerto Rico si no lo fuera”, dice. En una ocasión, doña Inés Mendoza, la esposa de Luis Muñoz Marín, que lo invitaba mucho a su finquita de Trujillo Alto para cuidar de los árboles, le dijo que Muñoz se sentía triste porque pensaba que se había equivocado al urbanizar la población. Él entonces le dijo que lo pensara de otra manera: “Luis fue la persona que más árboles sembró en Puerto Rico”. Y ante el asombro de doña Inés, le explicó: “Quitó los machetes del campo y los árboles volvieron y nos han dado una segunda oportunidad”. Puerto Rico -señala- está cubierto en un 45% por bosques, proporción mucho más alta que en Estados Unidos. Esa reforestación se le debe, en gran parte, al “mejor esclavo que vino del África”, como le llama Wadsworth al árbol del tulipán, de flores hermosas, que se adaptó a nuestro suelo y se multiplicó en él, protegiendo de paso a las especies nativas, que son unas 550, entre ellas el ausubo, el laurel sabino, el húcar, el algarrobo, el almácigo, el guayacán y el aceitillo. Como el tulipán, Wadsworth es un especimen ‘exótico’ que ha hecho más por la vida silvestre en Puerto Rico que los nativos, incluyendo los muchos estudios históricos y científicos que ha escrito. “No es tarde”, dice de la situación ambiental en el País. “Si los árboles han sobrevivido, de todo lo que hay quedará algo”. Como Eleanor Roosevelt, cree que no hay que quejarse de la oscuridad sino encender una vela. “Siempre he buscado grietas en lo que parece una pared. Acepto que sólo un porciento bajo de los estudiantes me hacen caso. Pero pienso que fue Juana de Arco quien salvó a Francia; no fueron los políticos. Y fue Rachel Carson, con su libro “Silent Spring”, quien encendió la chispa de la conservación, no los científicos ambientalistas”.